No sentir nada, o tal vez sentir mucho.
Ojos transeúntes, tal vez esperando, tal vez aceptando.
Aceptando los deslices de la vida, la crítica interna, el deseo de perfección, el dolor de ser ajena, de ser externa.
Ajena a mi misma, a no saber qué pasa cuando las paredes de este castillo se derrumban, a no saber cómo reconstruir un alma abandonada.
¿Mi alma? me he preguntado dónde está últimamente, como cuando somos niños y perdimos nuestro juguete favorito; dolor, mucho dolor, de ese inexpresivo, ofensivo, agobiante.
Mis ojos no dicen nada, y tal vez eso está rompiendo mis hilos. El espejo no refleja a nadie, me busco, pero la sombra es lo único que obtengo. La sombra de lo que intento ser, pero que no se manifiesta, la sombra de los procesos, de lo que acepto y rechazo, de lo que tomo y dejo.
No hay reflejo, y sin embargo sé que hay algo grande, es un tipo de fe, fuerte como el paso del tiempo, dulce como la niñez, amarga como la decepción.
Creo, aunque por ahora no sea consciente ni de mi sangre, aunque haya olvidado el arte de amarme, aunque me falte desechar los restos de la antigua ciudad que habité.
No sentir nada, nada en absoluto.
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